Textos de otros....

1. J.L. Borges - Tigres Azules
2. Jhon Berger - Un Oso
3. Michael j. Roads - La Voz de la Naturaleza  
4. Hubert Revees - El espacio adquiere la forma de mi mirada


J. L. Borges

Tigres Azules

Una famosa página de Blake hace del tigre un fuego que resplandece y un arquetipo eterno del mal; prefiero aquella sentencia de Chesterton, que lo define como símbolo de terrible elegancia. No hay palabras, por lo demás, que puedan ser cifra del tigres, forma que desde hace siglos habita la imaginación de los hombres. Siempre me atrajo el tigre. Sé que me demoraba, de niño, ante cierta jaula del zoológico; nada me importaban las otras. Juzgaba a las enciclopedias y a los libros de historia natural por los grabados de los tigres. Cuando me fueron revelados los Jungle Books, me desagradó que Shere Khan, el tigre, fuera el enemigo del héroe. A lo largo del tiempo, ese curioso amor no me abandonó. Sobrevivió a mi paradójica voluntad de ser cazador y a las comunes vicisitudes humanas. Hasta hace poco -la fecha me parece lejana, pero en realidad no lo es- convivió de un modo tranquilo con mis habituales tareas en la Universidad de Lahore. Soy profesor de lógica occidental y consagro mis domingos a un seminario sobre la obra de Spinoza. Debo agregar que soy escocés; acaso el amor de los tigres fue el que me atrajo de Aberdeen al Punjab. El curso de mi vida ha sido común, en mis sueños siempre vi tigres (ahora los pueblan de otras formas).

Más de una vez he referido estas cosas y ahora me parecen ajenas. Las dejo, sin embargo, ya que las exige mi confesión.

A fines de 1904, leí que en la región del delta del Ganges habían descubierto una variedad azul de la especie. La noticia fue confirmada por telegramas ulteriores, con las contradicciones y disparidades que son del caso. Mi viejo amor se reanimó. Sospeché un error, dada la impresión habitual de los nombres de los colores. Recordé haber leído que en islandés el nombre de Etiopía era "Bláland", Tierra Azul o Tierra de Negros. El tigre azul bien podía ser una pantera negra. Nada se dijo de las rayas y la estampa de un tigre azul con rayas de plata que divulgó la prensa de Londres; era evidentemente apócrifo. El azul de la ilustración me pareció más propio de la heráldica que de la realidad. En un sueño vi tigres de un azul que no había visto nunca y para el cual no hallo la palabra justa. Sé que era casi negro, pero esa circunstancia no basta para imaginar el matiz. Meses después un colega me dijo que en cierta aldea muy distante del Ganges había oído hablar de tigres azules. El dato no dejó de sorprenderme, porque se que en esta región son raros los tigres. Nuevamente soñé con el tigre azul, que al andar proyectaba su larga sombra sobre el suelo arenoso. Aproveché las vacaciones para emprender el viaje a esa aldea, de cuyo nombre -por razones que luego aclararé- no quiero acordarme.

Arribé ya terminada la estación de las lluvias. La aldea estaba agazapada al pie de un cerro, que me pareció más ancho que alto, y la cercaba y amenazaba una jungla, que era de un color pardo. En alguna página de Kipling tiene que estar el villorio de mi aventura ya que en ellas está toda la India, y de algún modo todo el orbe. Básteme referir que una zanja con oscilantes puentes de cañas apenas defendía las chozas. Hacia el sur había ciénagas y arrozales y una hondonada con un río limoso cuyo nombre no supe nunca, y después, de nuevo, la jungla.

La población era de hindúes. El hecho, que yo había previsto, no me agradó. Siempre me he llevado mejor con los musulmanes, aunque el Islam, lo sé, es la más pobre de las creencias que proceden del judaísmo.

Sentimos que en la India el hombre pulula; en la aldea sentí que lo que pulula es la selva, que casi penetraba en las chozas. El día era opresivo y la noche no tenía frescura.

Los ancianos me dieron la bienvenida, y mantuve con ellos un primer diálogo, hecho de vanas cortesías. Ya dije la pobreza del lugar, pero sé que todo hombre da por sentado que su patria encierra algo único. Ponderé las dudosas habitaciones y los no menos dudosos manjares y dije que la fama de ese lugar había llegado hasta Lahore. Los rostros de los hombres cambiaron; intuí inmediatamente que había cometido una torpeza y que debía arrepentirme. Los sentí poseedores de un secreto que no compartirían con un extraño. Acaso veneraban al Tigre Azul y le profesaban un culto que mis temerarias palabras habrían profanado.

Esperé a la mañana del otro día. Consumido el arroz y bebido el te, abordé mi tema. Pese a la víspera, no entendí, no pude entender, lo que sucedió. Todos me miraron con estupor y casi con espanto, pero cuando les dije que mi propósito era apresar a la fiera de la curiosa piel, me oyeron con alivio. Alguno me dijo que lo había divisado en el lindero de la jungla.

En mitad de la noche me despertaron. Un muchacho me dijo que una cabra se había escapado del redil y que, yendo a buscarla, había divisado al tigre azul en la otra margen del río. Pensé que la luz de la luna nueva no permitiría divisar el color, pero todos confirmaron el relato y alguno, que antes había guardado silencio, dijo que lo había visto. Salimos con los rifles y vi, o creí ver, una sombra felina que se perdía en la tiniebla de la jungla. No dieron con la cabra, pero la fiera que la había llevado, bien podía no ser mi tigre azul. Me indicaron con énfasis unos rastros que, desde luego, nada probaban.

Al cabo de las noches comprendí que esas falsas alarmas constituían una rutina. Como Daniel Defoe, los hombres del lugar eran diestros en la invención de rastros circunstanciales. El tigre podía ser avistado a cualquier hora, hacia los arrozales del Sur o hacia la maraña del Norte, pero no tardé en advertir que los observadores se turnaban con regularidad sospechosa. Mi llegada coincidía invariablemente con el momento exacto en que el tigre acababa de huir. Siempre me indicaban la huella y algún destrozo, pero el puño de un hombre puede falsificar los rastros de un tigre. Una que otra vez fui testigo de un perro muerto. Una noche de luna, pusimos una cabra de señuelo y esperamos en vano hasta la aurora. Pensé al principio que esas fábulas cotidianas obedecían al propósito de que yo demorara mi estadía, que beneficiaba a la aldea, ya que la gente me vendía alimentos y cumplía mis quehaceres domésticos. Para verificar esa conjetura, les dije que pensaba buscar el tigre en otra región, que estaba aguas abajo. Me sorprendió que todos aprobaran mi decisión. Seguí advirtiendo, sin embargo, que había un secreto y que todos recelaban de mí.

Ya dije que el cerro boscoso a cuyo pie se amontonaba la aldea no era muy alto; una meseta lo truncaba. Del otro lado, hacia el Oeste y el Norte, seguía la jungla. Ya que la pendiente no era áspera, les propuse una tarde escalar el cerro. Mis sencillas palabras los consternaron. Uno exclamó que la ladera era muy escarpada. El más anciano dijo con gravedad que mi propósito era de ejecución imposible. La cumbre era sagrada y estaba vedada a los hombres por obstáculos mágicos. Quienes la hollaban con pies mortales corrían el albur de ver la divinidad y de quedarse locos o ciegos.

No insistí, pero esa noche, cuando todos dormían, me escurrí de la choza sin hacer ruido y subí la fácil pendiente. No había camino y la maleza me demoró.

La luna estaba en el horizonte. Me fijé con singular atención en todas las cosas, como si presintiera que aquel día iba a ser importante, quizá el más importante de mis días. Recuerdo aún los tonos obscuros, a veces casi negros, de la hojarasca. Clareaba y en el ámbito de las selvas no cantó un solo pájaro.

Veinte o treinta minutos de subir y pise la meseta. Nada me costó imaginar que era más fresca que la aldea, sofocada a su pie. Comprobé que no era la cumbre, que era una suerte de terraza, no demasiado dilatada, y que la jungla se encaramaba hacia arriba, en el flanco de la montaña. Me sentí libre, como si mi permanencia en la aldea hubiera sido una prisión. No me importaba que sus habitantes hubieran querido engañarme; sentí que de algún modo eran niños.

En cuanto al tigre... Las muchas frustraciones habían gastado mi curiosidad y mi fe, pero de manera casi mecánica busqué rastros.

El suelo era agrietado y arenoso. En una de las grietas, que por cierto no eran profundas y que se ramificaban en otras, reconocí un color. Era, increíblemente, el azul del tigre de mi sueño. Ojalá no lo hubiera visto nunca. Me fijé bien. La grieta estaba llena de piedrecitas, todas iguales, circulares, muy lisas y de pocos centímetros de diámetro. Su regularidad le prestaba algo artificial, como si fueran fichas.

Me incliné, puse la mano en la grieta y saqué unas cuantas. Sentí un levísimo temblor. Guardé el puñado en el bolsillo derecho, en el que había una tijerita y una carta de Allabahad. Estos dos objetos casuales tienen su lugar en mi historia.

Ya en la choza, me quité la chaqueta. Me tendí en la cama y volví a soñar con el tigre. En el sueño observé el color; era el del tigre ya soñado y el de las piedritas de la meseta. Me despertó el sol en la cara. Me levanté. La tijera y la carta me estorbaban para sacar los discos. Saqué un primer puñado y sentí que aún quedaban dos o tres. Una suerte de cosquilleo, una muy leve agitación, dio calor a mi mano. Al abrirla vi que los discos eran treinta o cuarenta. Yo hubiera jurado que no pasaban de diez. Las dejé sobre la mesa y busqué los otros. No precisé contarlos para verificar que se habían multiplicado. Los junté en un solo montón y traté de contarlos uno por uno.

La sencilla operación resultó imposible. Miraba con fijeza cualquiera de ellos, lo sacaba con el pulgar y el índice y cuando estaba solo, eran muchos. Comprobé que no tenía fiebre e hice la prueba muchas veces. El obsceno milagro se repetía. Sentí frío en los pies y en el bajo vientre y me temblaban las rodillas. No se cuanto tiempo pasó.

Sin mirarlos, junté los discos en un solo montón y los tiré por la ventana. Con extraño alivio sentí que había disminuido su número. Cerré la puerta con firmeza y me tendí en la cama. Busqué la exacta posición anterior y quise persuadirme de que todo había sido un sueño. Para no pensar en los discos, para poblar de algún modo el tiempo, repetí con lenta precisión, en voz alta, las ocho definiciones y los siete axiomas de la Ética. No sé si me auxiliaron. Temí instintivamente que me hubieran oído hablar solo, y abrí la puerta.

Era el más anciano, Bhagwan Dass. Por un instante su presencia pareció restituirme a lo cotidiano. Salimos. Yo tenía la esperanza de que hubieran desaparecido los discos, pero ahí estaban, en la tierra. Ya no se cuantos eran.

El anciano los miró y me miró.

- Estas piedras no son de aquí. Son las de arriba -dijo con una voz que no era la suya

- Así es -le respondí. Agregué, no sin desafío, que las había hallado en la meseta, en inmediatamente me avergoncé de darle explicaciones. Bhagwan Dass, sin hacerme caso, se quedó mirándolas fascinado. Le ordené que las recogiera. No se movió.

Me duele confesar que saqué el revólver y le repetí la orden en voz más alta.

Bhagwan Dass balbuceó:

- Más vale una bala en el pecho que una piedra azul en la mano.

- Eres un cobarde -le dije.

Yo estaba, creo, no menos aterrado, pero cerré los ojos y recogí un puñado de piedras con la mano izquierda. Guardé el revólver y las dejé caer en la palma abierta de la otra. Su número era mucho mayor.

Sin saberlo, ya había ido acostumbrándome a esas transformaciones. Me sorprendieron menos que los gritos de Bhagwan Dass.

-¡Son las piedras que engendran! -exclamó-. Ahora son muchas, pero pueden cambiar. Tienen la forma de la luna cuando está llena y ese color azul que sólo es permitido ver en los sueños. Los padres de mis padres no mentían cuando hablaban de su poder.

La aldea entera nos rodeaba.

Me sentí el mágico poseedor de esas maravillas. Ante el asombro unánime, recogía los discos, los elevaba, los dejaba caer, los desparramaba, los veía crecer o multiplicarse o disminuir extrañamente.

La gente se agolpaba, presa de estupor y de horror. Los hombres obligaban a sus mujeres a mirar el prodigio. Alguna se tapaba la cara con el antebrazo, alguna apretaba los párpados. Ninguno se animó a tocar los discos, salvo un niño feliz que jugó con ellos. En un momento sentí que ese desorden estaba profanando el milagro. Junté todos los discos que pude y volví a la choza.

Quizá he tratado de olvidar el resto de aquel día, que fue el primero de una serie desventurada que no ha cesado aún. Lo cierto es que no lo recuerdo. Hacia el atardecer pensé con nostalgia en la víspera, que no había sido particularmente feliz, ya que estuvo poblada, como otras, por la obsesión del tigre. Quise ampararme en esa imagen, antes armada de poder y ahora baladí. El tigre azul me pareció no menos inocuo que el cisne negro del romano, que se descubrió después en Australia.

Releo mis notas anteriores y compruebo que he cometido un error capital. Desviado por el hábito de esa buena o mala literatura que malamente se llama psicológica, he querido recuperar, no sé porqué, la sucesiva crónica de mi hallazgo. Más me hubiera valido insistir en la monstruosa índole de los discos.

Si me dijeran que hay unicornios en la luna, yo aprobaría o rechazaría ese informe o suspendería mi juicio, pero podría imaginarlos. En cambio, si me dijeran que en la luna seis o siete unicornios pueden ser tres, yo afirmaría de antemano que el hecho era imposible. Quien ha entendido que tres y uno son cuatro, no hace la prueba con monedas, con dados, con piezas de ajedrez o con lápices. Lo entiende y basta. No puede concebir otra cifra. Hay matemáticos que afirman que tres y uno es una tautología de cuatro, una manera diferente de decir cuatro... A mí, Alexandre Craigie, me había tocado en suerte descubrir, entre todos los hombres de la tierra, los únicos objetos que contradicen esa ley esencial de la mente humana.

Al principio yo había sufrido el temor de estar loco; con el tiempo creo que hubiera preferido estar loco, ya que mi alucinación personal importaría menos que la prueba de que en el universo cabe el desorden. Si tres y uno pueden ser dos o pueden ser catorce, entonces la razón es una locura.

En aquel tiempo contraje el hábito de soñar con las piedras. La circunstancia de que el sueño no volviera todas las noches me concedía un resquicio de esperanza, que no tardaba en convertirse en terror. El sueño era más o menos el mismo. El principio anunciaba el temido fin. Una baranda y unos escalones de hierro que bajaban en espiral y un sótano o un sistema de sótanos que se ahondaban en otras escaleras cortadas casi a pico, en herrerías, en cerrajerías, en calabozos y en pantanos. En el fondo, en su esperada grieta, las piedras que eran también Behemoth o Leviathan, los animales que significaban en la escritura que el Señor es irracional. Yo me despertaba temblando y ahí estaban las piedras en el cajón, listas a transformarse.

La gente era distinta conmigo. Algo de la divinidad de los discos, que ellos apodaban tigres azules, me había tocado, pero asimismo me sabían culpable de haber profanado la cumbre. En cualquier instante de la noche, en cualquier instante del día, podían castigarme los dioses. No se atrevieron a atacarme o a condenar mi acto, pero noté que ahora eran todos peligrosamente serviles. No volví a ver al niño que había jugado con los discos. Temí el veneno o un puñal en la espalda. Una mañana, antes del alba, me evadí de la aldea. Sentí que la población entera me espiaba y que mi fuga fue un alivio. Nadie, desde aquella primera mañana, había querido ver las piedras.

Volví a Lahore. En mi bolsillo estaba el puñado de discos. El ámbito familiar de mis discos no me trajo el alivio que yo buscaba. Sentí que en el planeta persistían la aborrecida aldea y la jungla y el declive espinoso con la meseta y en la meseta las pequeñas grietas y en las gritas las piedras. Mis sueños confundían y multiplicaban esas cosas dispares. La aldea era las piedras, la jungla era la ciénaga y la ciénaga la jungla.

Rehuí la presencia de mis amigos. Temí ceder a la tentación de mostrarles ese milagro atroz que socavaba la ciencia de los hombres.

Ensayé diversos experimentos. Hice una incisión en forma de cruz en uno de los discos. Lo barajé entre los demás y lo perdí al cabo de una o dos conversiones, aunque la cifra de los discos había aumentado. Hice una prueba análoga con un disco al que había cercenado con una lima, una arco de círculo. Éste asimismo se perdió. Con un punzón abrí un orificio en el centro de un disco y repetí la prueba. Lo perdí para siempre. Al otro día regresó de su estadía en la nada el disco de la cruz. ¿Qué misterioso espacio era ése, que absorbía las piedras y devolvía con el tiempo una que otra, obedeciendo a leyes inescrutables o a un arbitrio inhumano?

El mismo anhelo de orden que en el principio creó las matemáticas hizo que yo buscara un orden en esa aberración de las matemáticas que son las insensatas piedras que engendran. En sus imprevisibles variaciones quise hallar una ley. Consagré los días y las noches a fijar una estadística de los cambios. Mi procedimiento era éste. Contaba con los ojos las piezas y anotaba la cifra. Luego las dividía en dos puñados que arrojaba sobre la mesa. Contaba las dos cifras, las anotaba y repetía la operación. Inútil fue la búsqueda de un orden, de un dibujo secreto en las rotaciones. El máximo de piezas que conté fue 419; el mínimo, tres. Hubo un momento que esperé, o temí, que desaparecieran. A poco de ensayar comprobé que un disco aislado de los otros no podía multiplicarse o desaparecer.

Naturalmente, las cuatro operaciones de sumar, restar, multiplicar o dividir, eran imposibles. Las piedras se negaban a la aritmética y al cálculo de probabilidades. Cuarenta discos, podían, divididos, dar nueve; los nueve, divididos a su vez, podían ser trescientos. No sé cuánto pesaban. No recurrí a una balanza, pero estoy seguro que su peso era constante y leve. El color era siempre aquel azul.

Estas operaciones me ayudaron a salvarme de la locura. Al manejar las piedras que destruyen la ciencia matemática, pensé más de una vez en aquellas piedras del griego que fueron los primeros guarismos y que han legado a tantos idiomas la palabra "cálculo". Las matemáticas, dije, tienen su comienzo y ahora su fin en las piedras. Si Pitágoras hubiera operado con éstas...

Al término de un mes comprendí que el caos era inextricable. Ahí estaban indómitos los discos y la perpetua tentación de tocarlos, de volver a sentir el cosquilleo, de arrojarlos, de verlos aumentar y decrecer, y de fijarme en pares o impares. Llegué a temer que contaminaran las cosas y particularmente los dedos que insistían en manejarlos.

Durante unos días me impuse el íntimo deber de pensar en las piedras, porque sabía que el olvido sólo podía ser momentáneo y que redescubrir mi tormento sería intolerable.

No dormí la noche del 10 de febrero. Al cabo de una caminata que me llevó hasta el alba, traspuse los portales de la mezquita Wazil Khan. Era la hora en que la luz no ha revelado los colores. No había un alma en el patio. Sin saber porqué, hundí las manos en el agua de la cisterna. Ya en el recinto, pensé que Dios y Alá son dos nombres de un ser inconcebible, y le pedí en voz alta que me librara de mi carga. Inmóvil, aguardé una contestación.

No oí los pasos, pero una voz cercana me dijo:

- He venido.

A mi lado estaba el mendigo. Descifré en el crepúsculo el turbante, los ojos apagados, la piel cetrina y la barba gris. No era muy alto

Me tendió la mano y me dijo, siempre en voz baja:

- Una limosna, Protector de los Pobres.

Busqué, y le respondí:

-No tengo una sola moneda.

-Tienes muchas -fue la contestación.

En mi bolsillo derecho estaban las piedras. Saqué una y la dejé caer en la mano hueca. No se oyó el menor ruido.

- Tienes que darme todas - me dijo-. El que no ha dado todo no ha dado nada.

Comprendí y le dije:

- Quiero que sepas que mi limosna puede ser espantosa.

Me contestó:

- Acaso esa limosna es la única que puedo recibir. He pecado.

Dejé caer todas las piedras en la cóncava mano. Cayeron como en el fondo del mar, sin el ruido más leve.

Después me dijo:

- No sé aún cuál es tu limosna, pero la mía es espantosa. Te quedas con los días y las noches, con la cordura, con los hábitos, con el mundo.

No oí los pasos del mendigo ciego ni lo vi perderse en el alba.

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Jhon Berger
Cada vez que decimos adiós (1991)


Un oso

El oso estaba en un cuarto, un cuarto amplio con lazos con el pasado, como todos los cuartos que tienen vida.
            El oso era un poco mas grande que yo y vivía en ese cuarto. Ese era su lugar. A veces estaba en otros sitios quizás, 
pero ése era su lugar en que vivía. Yo era un huésped en la casa y en el cuarto.
            El oso estaba amarrado a la pared con una larga cadena. Aparentemente no sufría con esa restricción. Era parte de la habitación 
tanto como el fuego en el hogar, o la mesa junto a la pared con el espejo arriba. Pero estaba vivo. Eso era importante. Aunque estaba encadenado a la pared, 
parecía ser el anfitrión del cuarto. Lo último que el visitante podía sentir por él era piedad.
            Yo conversaba con él. No con palabras. Si yo hablaba, él comprendía lo que yo había dicho. Pero para conversar con él era necesario actuar. 
Tenía que jugar con él, pelear.
            Era un oso. Tenía una cola, una larga cola tupida, como ningún otro oso. Sin embargo, lo llamaré oso. Y lo llamaré él. Aunque bien podría ser ella. Quizá no haga falta un pronombre. Puedo llamarlo simplemente Oso.
            Estábamos peleando. Pero no había en el Oso ni en mí, ningún signo de temor u hostilidad. Retiraba las garras. Hasta ese momento nunca se me hubiese ocurrido pensar 
que podía lastimarme con las garras. 
            Peleábamos y nos empujábamos de aquí para allá. Todavía puedo sentir la pata del Oso, la piel como la piel de una carpa asada, pero más áspera. Puedo verle los ojos: muy oscuros y opacos. Ocultando cualquier expresión. La danza de nuestra lucha, en cambio, estaba cargada de expresión. Pelear con un Oso es bailar con él.
Bailábamos en la habitación bien amueblada, en medio del silencio del resto de la casa. El Oso y yo.
            Fue entonces que noté algo. La cadena amarrada a la pared estaba rota. El Oso todavía no se había dado cuenta. Continué bailando. Era una cuestión de honor.
Preveía los riesgos. Pensé en apartarme de él y salir de allí. Pero no pude. Por más asustado que estuviese, no podía sino acatar una ley que era más fuerte que mi temor. No era yo el que primero debía reaccionar frente a la cadena rota. Era su cadena. Y el Oso continuaba bailando. Como el fuego, el Oso era todavía un prisionero bienvenido en el cuarto.
            El extremo de la cadena, antes sujeto a un anillo de hierro en la pared, estaba en el piso. Mis ojos volvían a él mientras conversábamos en círculos cada vez mayores. Y aunque yo todavía estaba muy asustado, sentía algo más. El Oso que había sido llevado de pueblo en pueblo durante más de un siglo, porque el Oso se paraba en dos patas y no en cuatro, porque la piel del oso era tibia y tenía un olor dulzón, porque el Oso tenía ojos inteligentes y movimientos lentos, porque el Oso parecía un hombre a los ojos de algunos hombres,
este oso, finalmente había roto la cadena y estaba libre.
            En toda liberación, no importa lo que suceda después, hay cierta belleza. La belleza esta en una suerte de abandono. El Oso bailaba abandonándose cada vez más a la danza. 
Me había equivocado. El Oso lo sabía. Lo sabía quizá desde el principio. 
            La belleza estaba en el hecho de que lo sabía y también en el vaivén con que dejaba caer el peso de una pierna a otra. Pensé, Ahora puedo irme: mi propia reacción a la cadena rota no será
la primera. Luchando aún, bailando aún, lo conduje hacia la puerta. Hasta entonces había creído que el Oso no había caído en la cuenta de su libertad; ahora creía que el Oso no descubriría mi astucia. Por segunda vez, estaba equivocado.

Con la mano detrás de la espalda, busqué la manija de la puerta. Podía salir por la puerta mucho más rápido que el Oso. La cerraría con llave y abandonaría la casa.

            Inmediatamente vi que el Oso tenía un cuchillo. Un cuchillo? O era una garra extendida? Una cuchilla como una cimitarra, curva pero muy corta. De color gris amarillento. Primero una y después muchas.
La pata del Oso me rodeaba el cuello y la punta de cada cuchilla me rozaba la piel. Apreté el cañón de una escopeta contra el estómago del Oso. Esperamos, los dos.
            Después dije: Luchemos sin armas.
            El Oso arrojó los cinco cuchillos al piso. Yo tiré la escopeta. Antes de que el ruido de las armas cayendo en el piso se hubiese apagado, estaba fuera del cuarto. Cerré la puerta con llave y corrí, tal como lo había planeado. El Oso, pensé, estaba prisionero otra vez.
            Durante mi encuentro con el Oso, la casa se había movido, la casa y todo el pueblo con ella. Bajé por una escalera desde la calle principal y al pie de la escalera, en lugar de una calle arbolada, encontré el mar. Las olas rompían mansamente contra los muros del pueblo.
            He dicho ya que era de noche? Era de noche cuando comencé a conversar con el Oso. El mar estaba muy oscuro a no ser por la espuma de las olas. Hacía frío. Un frío invernal. El tiempo del Oso.
            Subí la escaleras y tomé un pasaje que conducía a el otro lado de la calle principal. Otra vez, abajo, encontré el mar. Durante mi conversación con el Oso, el pueblo se había convertido en una isla. Era imposible escapar.
            En una recova vacía entré en un café y pedí una bebida caliente. Nadie en el café parecía preocuparse. Los vidrios de las ventanas estaban empañados. Caminé entre hombres que bebían y vasos tintineantes. Había en el lugar u clima de fin de fiesta. Todos los hombres eran campesinos del pueblo. Me conocían –aunque me consideraban un extranjero-. No había en ninguno de ellos el menor rastro de sorpresa frente al hecho de que su pueblo, tan alejado del mar, se hubiese convertido de la noche a la mañana en una isla.
            Supe entonces que el Oso pronto estaría en libertad. La puerta trabada no sería un obstáculo allí donde una cadena y el hábito de un siglo habían fracasado. El Oso me encontraría detrás de los vidrios empañados.
            Abandoné el café y caminé por el primer sendero a la vera del mar. Cuando miré las escaleras, vi al Oso que bajaba despacio, vestido. Esta vez ninguna astucia podría salvarme.
            Y, sin embargo, en la figura del Oso vestido, bajando los escalones en la oscuridad y el frío, perduraba un rastro del abandono que había percibido en el momento de la libración. Ese rastro me dio placer, mas allá del miedo. Un placer como un pájaro pequeñísimo, el más pequeño del mundo –el picaflor-, un pájaro cantando debajo de una enorme catarata.
            De mi bolsillo saqué un libro y corrí hasta el único farol del as calles del pueblo, y allí comencé a leer.
            El libro contaba la historia del Oso y la mía. Pasé rápidamente las paginas hasta la última para ver lo que sucedería.
            Caminé hasta la escalera. El Oso estaba a mitad de camino. Comencé a acercarme. El animal no dio ninguna señal. Estábamos muy cerca ahora, pero a pesar del enorme peso del Oso, cada pata alcanzaba el escalón siguiente sin el menor ruido. Mientras subía y esperaba nuestro encuentro, pensé que en ése silencio quizás encontraríamos la paz.
            El libro decía que el Oso había perdonado.



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Michael j. Roads
La Voz de la Naturaleza(1990)
fragmento...


Volverse planta:
"Una vez mas, todo lo que experimento llega a traves de la percepcion. Mi percepcion visual y auditiva se incrementa de manera notable. Me convierto en parte de todo. Soy lo que experimento. Por un tiempo floto sobre la tierra. Soy nada...Todo! No siento ninguna ansiedad, aunque mi humanidad esta conmigo.Con mucha lentitud derivando como bruma, tomo conciencia de mi ser que adopta forma humana. El ser que yo "conozco" abarca muchas muchas partes del globo. Crezco sobre las laderas de innumerables colinas, formo matorrales sobre un sin numero de barrancas. Soy un rosal silvestre. Como un espinoso y enmaranado conjunto de vides, crezco en granjas y terrenos baldios, en bordes de caminos y en setos. Soy una mora!
Por un tiempo interminable, crezco y prospero. A traves de mi se expresan energias que nunca he conocido. Seres diminutos como insectos forman enjambres sobre mis vides mientras otros seres, mas vastos en estatura pero infinitamente menos tangibles, me relacionan con la tierra y el cielo. Todo lo que conozco es continuidad. Una sensacion parecida a la alegria humana me acompana constantemente. Sonidos que estan mas alla de todo lo que ha escuchado nunca el oido humanome relacionan con toda la vida. La fraccion humana mia llora al pensar que tal magnificencia se mantiene mas alla del conocimiento humano normal. Dentro de ese sonido no es posible ninguna violencia. Por extrano que pueda parecer, se que la violencia es una impostora generada por nuestras ilusiones de separacion. Todo se relaciona. Sonidos, seres, diminutos y mas grandes
moras, tierra, el universo...y el mas alla."


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Hubert Revees 
El espacio adquiere la forma de mi mirada

La conciencia nos enseña que todo lo que existe - piedra, estrella, rana, ser humano- esta hecho de la misma materia, de las mismas partículas elementales. Sólo difiere el estado de organización de las partículas, de unas respecto de otras.
Sólo difiere la cantidad de peldaños escalados en la pirámide de la compljidad.
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Los conocimientos científicos nos dan una imagen nueva del ser humano. Destronado de sus pretensiones de "centro del mundo", encuentra una dignidad nueva. Se sitúa muy alto dentro de la escala de seres organizados de la naturaleza. Allí lo ha conducido esa prolongada gestación en la cual estan comprendidos todos los fenómenos cósmicos.
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Capturar este instante armonioso. Inclusive en la corriente del tiempo. Percibir el latido de la existencia que pasa.
La vida es una sucesión de instantes.
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Escuchar sin pausa a la naturaleza para recuperar las raices y anclar en la realidad.
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